jueves, 1 de julio de 2010

RELATO DE UNA TARDE DE JUNIO

A él le palpitaba el pecho como si el infierno se hubiera desatado en su corazón. Podía notar la sangre circulando por cada centímetro de su cuerpo, anegando cada músculo, irrumpiendo con la furia de un mar embravecido en cada arteria. El sudor de una pasión incontrolable bañaba las yemas de sus dedos cuando la cogió entre sus manos y la acercó hacia su cara despacio, adueñándose del tiempo como si cada segundo tuviera una página propia en los calendarios. Solamente existían los dos, el mundo se había fragmentado en miles de pedazos que giraban torpemente y sin sentido hacia algún recóndito lugar alejándose de ellos, cediéndoles un protagonismo merecido, mágico, trascendente, casi místico. El viento que había sobrevolado la tarde de aquel mes de junio interminable y sedante les concedía ahora una tregua transformándose en una apacible brisa que mecía delicadamente el césped, dotando a la hierba de un contoneo suave e hipnótico. Su nariz la rozó primero, olisqueándola invadido por un instinto entre animal e infantil que le transportó sin té y sin magdalena a la fiesta de su décimo cumpleaños.
Sus padres nunca tuvieron dinero. Él tomó conciencia de ello desde pequeño, cuando en una ocasión le preguntó a su madre que si él era un niño un poco malo.
_¿ Yo no soy un niño malo del todo verdad mamá?
Cuando su madre le miró extrañada y le dijo que no, y que por qué le hacía esa pregunta, él le contestó que a sus amigos, cuando se portaban mal, sus padres les dejaban esa noche sin cenar y les mandaban a la cama, pero que a él siempre le daban algo para comer, poquito pero algo. Su cabecita de niño pequeño asociaba la abundancia de la cena con lo bien o lo mal que se había portado aquel día y deducía desde su mundo inocente e infantil que dado que apenas lograba saciar el hambre, algo habría hecho malo todos los días para recibir tan frugales alimentos.
Las lágrimas que su madre no pudo reprimir aquella noche quedaron cosidas a sus ojos durante mucho tiempo.
Su padre caminaba encorvado pero con paso firme. Trabajaba curtiendo cuero en una pequeña fábrica en la periferia de un pequeño barrio a las afueras de un pequeño pueblo del norte. ´
Su oficio, además de un paupérrimo salario también le había obsequiado con un enfisema pulmonar que acabaría dándole descanso eterno. A pesar de todo nunca envidió nada ni a nadie. Pasaba la candidez de sus días corriendo y dándole patadas calle arriba y calle abajo a una pelota que se había fabricado con papel de periódicos viejos. En ésas estaba cuando aquella tarde, la de su décimo cumpleaños, al regresar a casa se la encontró adornada con guirnaldas y serpentinas, y los desconchones de las paredes parecían menos graves, y las bombillas daban más luz y su madre sonreía delante de la mesa del salón, una mesa repleta de dulces y golosinas y pastas recién hechas y cuatro o cinco botellas de refrescos y otras múltiples viandas que a punto estaban de ser devoradas por los doce o catorce niños y niñas amigos suyos que sin él saberlo iban a pasar aquel domingo de verano con él. Era su primera fiesta. Sus compañeros le cantaban y le tiraban de las orejas y le daban regalos. Entonces fue cuando la vio. Estaba quieta, inmóvil, ausente de todo el bullicio que invadía aquellas cuatro paredes, en una silla de madera y mimbre a la que el sol y los años habían comido casi todo su color original. Fue el preciso instante en el que conoció el amor. Se acercó a ella abstraído de todo lo demás y respiró el olor que desprendía incapaz de decir una palabra. Supo en ese momento que si la felicidad existía solamente podría conseguirla a su lado.

Aquella visión y aquel olor le devolvieron de nuevo a su presente, a esa tarde de un junio sedante en el campo, donde la brisa mecía hipnóticamente el césped, donde la sangre se agolpaba en cada una de sus venas como si el infierno se hubiera desatado en su corazón, donde las yemas de sus dedos sudaban pasión mientras la acariciaba acercándola lentamente hasta su cara diez años después.
La miró fijamente como la primera vez y como todas las demás veces que habían sido la primera, la aproximó a su boca y la besó con fuerza, apretándola tanto contra él que parecía querer comérsela, sin apenas abrir los labios más que para dejar escapar su aliento, un aire caliente y denso que contenía todo el sacrificio, todo el dolor, todos los malos y buenos momentos que la vida había preparado para él y para ella, todas las causas y azares que se habían conjurado para que los dos estuvieran allí en aquel concreto instante dispuestos a fundirse en un mismo ser. Después del beso la abrazó contra su pecho, como si quisiera que ella también escuchara los latidos que le estallaban adentro, y la separó después, inclinándose y recostándola sobre el césped. Nada más había alrededor, únicamente el lejano sonido de un silbido se atrevió a cruzar el cielo. Él la miró desde arriba, cómplice, alejándose apenas un paso, el único que necesitaba para armar con rabia su pierna y dirigirla con furia hacia ella propinándola un descomunal puntapié que la desplazó a toda velocidad hacia el interior de la red de la portería contraria. La pelota se introdujo irremediablemente por la escuadra izquierda del guardameta local que nada pudo hacer para detener el penalti. Volvió a adueñarse de él aquel olor a cuero que le había acompañado durante toda su vida, aquel aroma al que asociaba desde los diez años la felicidad y gritó exultante al constatar que su gol acababa de dar al equipo su primera liga. El árbitro pitó el final del partido.

1 comentario:

Noemí Trujillo dijo...

No había leído nunca tu prosa y me encuentro con la sorpresa de que no sólo es tan brillante como tu poesía , además es capaz de conseguir que lo veas todo en imágenes.
Precioso el cuento. Enhorabuena