Sancho Alcaraz pidió en testamento como última voluntad descansar para siempre del mismo modo que había vivido los últimos seis años de su existencia, a los pies de una palmera, en la playa, mirando al mar. A lo largo de su vida había logrado construir y hacer funcionar un pequeño hotel de veinte habitaciones que había pasado de ser el típico destino turístico de costa en sus primeros tiempos, a comienzos de los sesenta, a refugio clandestino de artistas, empresarios y políticos de cierto prestigio social que sabían pagar muy bien la exclusividad y la discreción de la que gozaban en aquel acogedor edificio levantado no sin gusto sobre una pequeña colina que contemplaba incansable el azul dócil del mediterráneo.
Leo y el viejo Sancho se conocieron el día en que el primero se presento, recién cumplidos los quince, frente al mostrador de la recepción para pedir trabajo.
-¿Qué te hace pensar que necesito a un mocoso como tú en mi casa?-, le preguntó entonces mirando la desaliñada y escuálida figura que tenía ante sí.
Veinte años más tarde, camino de la notaría donde le iban a hacer entrega de las cenizas de Sancho Alcaraz, Leo recordaba perfectamente la respuesta a aquella pregunta que llevaba dos décadas enterrada en el olvido.
- Es esta casa la que me necesita a mí.
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