viernes, 12 de noviembre de 2010

Por entregas. Parte tres

Sancho Alcaraz pidió en testamento como última voluntad descansar para siempre del mismo modo que había vivido los últimos seis años de su existencia, a los pies de una palmera, en la playa, mirando al mar. A lo largo de su vida había logrado construir y hacer funcionar un pequeño hotel de veinte habitaciones que había pasado de ser el típico destino turístico de costa en sus primeros tiempos, a comienzos de los sesenta, a refugio clandestino de artistas, empresarios y políticos de cierto prestigio social que sabían pagar muy bien la exclusividad y la discreción de la que gozaban en aquel acogedor edificio levantado no sin gusto sobre una pequeña colina que contemplaba incansable el azul dócil del mediterráneo.
Leo y el viejo Sancho se conocieron el día en que el primero se presento, recién cumplidos los quince, frente al mostrador de la recepción para pedir trabajo.
-¿Qué te hace pensar que necesito a un mocoso como tú en mi casa?-, le preguntó entonces mirando la desaliñada y escuálida figura que tenía ante sí.
Veinte años más tarde, camino de la notaría donde le iban a hacer entrega de las cenizas de Sancho Alcaraz, Leo recordaba perfectamente la respuesta a aquella pregunta que llevaba dos décadas enterrada en el olvido.
- Es esta casa la que me necesita a mí.

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